lunes, 11 de octubre de 2010

La Colorines


Durante años la vi deambular por las calles del centro.
Me asustaba un poco. Aún así, y porque sabía que era inofensiva,

procuraba controlar el acto reflejo de cambiar de acera en cuanto
 notaba su presencia.
A menudo la invitaba, sobre todo en las frías mañanas de invierno,
cuando me la cruzaba camino al trabajo, a tomar un café con leche
calentito...

Lo más peligroso de aquella anciana menuda era su irreflexiva
 propensión a gritar su particular percepción de la realidad,
  a vociferar sus pensamientos desordenados con el mismo
  desorden con el que iban fluyendo de su mente enferma.

A todos nos asusta la verdad, aún cuando sea la irracional
 versión de un demente. La verdad tiene mucho de feo, y
acomodados en la prisa frenética y anodina de la rutina,
ninguno de nosotros aceptamos que nos roben veinte segundos
de nuestro tiempo para oír lo que con tanto esfuerzo hemos
ido ocultando entre pliegues de nuestros trajes, dentro de
nuestro maletín de ejecutivos.

"La Colorines", era una de esas viejas chifladas que viven en
las calles de nuestras ciudades. La pensión no contributiva de
 (25.000 pesetas) no le alcanzaba para alquilar uno de esos
 cuartos enmohecidos y  medio en ruinas de los fracasados.
Ella estaba por debajo de ese status. Era más pobre, más mísera.

Cada mañana  se levantaba con los primeros rumores de las gentes
 que se dirigían a su trabajo, con paso presuroso y no demasiada
vocación. Recogía los cartones que le servían de cama y los guardaba
en el portal vecino al porche comercial en el que dormía...
Los dueños del portal le guardaban durante el día los cartones, para
  que "la colorines" no tuviese que ir cargando con ellos o buscando
    cada noche nuevos cartones con los que improvisar un lecho.
Era un acto de solidaridad mínima, pero "la colorines" no pedía más,
jamás pedía nada, se limitaba a agradecer, con una divertida retahíla
    de palabras e ideas atropelladas, lo que los demás le ofrecían.

Recogidos los cartones se dirigía a la fuente cercana. Allí se lavaba
y cargaba agua en un cubo, a la que añadía un chorro de lejía para
limpiar, de rodillas, el suelo del porche donde había dormido. Era su
particular forma de agradecer a los dueños del portal que no mandasen
a los guardias a desalojarla en plena nochey, a su vez, una muestra tan
enternecedora de humildad, de querer pasar por la vida sin el ridículo
empeño de dejar huella, que siempre me sobrecogía ver a la pobre mujer
de rodillas,con el frío calándome a través de mi confortable abrigo de
 mujer próspera, borrando, desinfectando su presencia en aquel recinto.

"La Colorines" era así. Te podía espetar las groserías más espeluznantes
en plena calle o besar el suelo que pisabas, según estuvieses ubicado en
su peculiar escala de valores.

El resto del día deambulaba por las calles. Utilizaba los servicios del área
de urgencias del hospital, la máquina de café para calentar su cuerpo, el
  quiosco de prensa para guardar sus pertenencias, que cabían en un
 destartalado carrito de esos de la compra. Ningún conductor le pidió
 jamás el importe del autobús. Tenía línea directa con las personas más
influyentes de la ciudad. Nadie quería exponerse, en aquella ciudad tan
pequeña, a ver expuesta a escarnio público su reputación o la de su señora
madre.

    "La Colorines" era llamada así por su forma de vestir estridente,
su exagerado maquillaje. Era cuanto quedaba de su pasado de prostituta
célebre, de mujer deseable y deseada. El resto, una sífilis avanzada y la
consiguiente decadencia mental y física, no eran sino el resultado de ese
pasado.

Año tras año, semanas antes de navidad, repetía la misma ceremonia.
Posaba semi desnuda, cubierta con unos velos, mínimos y trasparentes,
     en el salón fotográfico de la ciudad para repartir después esas
fotografías entre lo que ella acertaba a discernir como señores como
Dios manda. Disfrazada de ninfa, la anciana demente ofrecía la imagen
esperpéntica de lo único que había poseído, y no por entero, en toda su vida,
su propio cuerpo, insuficiente ya para ganar su sustento.

Los caballeros recibían entre incómodos y divertidos aquella fotografía
dedicada, obsequiándole, a su vez, con un perfume barato, una botella de
licor o alguna golosina que ella aceptaba encantada, la musa del pecado,
la diosa deseada.

"La Colorines" murió hace dos veranos. Un turista holandés nos la arrebató
en plena autovía. Quedó tendida en la cuneta, con los huesos rotos y un
hilillo de sangre mezclándose con su carmín estridente.
Tuvo un entierro discreto. Alguien, nadie sabe quién, colocó una esquela en
la prensa local. Muchos la lloramos en silencio, como con verguenza.
Todos la recordamos con cariño que no le demostramos mientras vivió...



...Miyu.

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